Viajeros de Mundo Conocido


Este blog pretende poner al seguidor de El Heredero de los Seis Reinos en contacto con los personajes, territorios, historias y tramas que envuelven esta saga de fantasía. Con una periodicidad semanal se subirán relatos y leyendas que tendrán como protagonistas a personajes y hechos que irán apareciendo en las novelas de forma secundaria. Sin duda, el blog Historias de los Seis Reinos será siempre un punto de referencia al que acudir.

lunes, 25 de agosto de 2014

Relato nº 75 Heroica resistencia



La sangre brotaba de la herida de su ceja cegándolo por completo. No podía vislumbrar nada más allá de aquellas sombras rojas.  Sólo escuchaba el ensordecedor sonido de las espadas y el relinchar de los caballos.  Intentó ponerse en pie pero algo se lo impedía. Una vez más, pasó la manga de su camisa por su rostro con la esperanza de limpiar sus ojos, pero aquel líquido rojizo y denso volvía a cubrirlos de inmediato. La brecha debía ser bastante profunda, aunque curiosamente no sentía ningún dolor, sólo mareo. Llevó sus manos hasta sus piernas para palparlas y comprobar qué era lo que les impedía moverse. El tacto le reveló la existencia de un cuerpo, quizás un cadáver, no podía saberlo.
            Al limpiar de nuevo sus ojos pudo atisbar en apenas un instante un hombre sin cabeza descansando sobre sus extremidades inferiores. De nuevo el rojo de su sangre se convirtió en lo único que podía ver.



            Aquella batalla era absurda. Estaba perdida de antemano y, tanto él como sus compañeros, lo sabían. Nada podían hacer unos pobres aldeanos contra las tropas utsurianas pero habían decidido resistir y allí estaban.
            No sabía por qué aquellos guerreros habían desembarcado en Urutlandia cerca de su aldea, pero sí tenía claro que no debían facilitarles el paso. Habían enviado un emisario hasta Bárferum para informar al rey, pero no llegó respuesta.
            Los utsurianos permanecieron tranquilos durante una jornada completa, como si esperaran órdenes. Al segundo día iniciaron la marcha.  Estaba claro que no contaban con hallar resistencia, no sabían de la valentía del pueblo sylviliano, dispuestos a defender su tierra contra viento y marea, aunque no tuvieran más armas que viejas espadas oxidadas y los utensilios que utilizaban en sus labores agrícolas.
            La mañana se había presentado fría, sobre todo tras la noche en vela que habían sufrido a la intemperie. Las mujeres que necesitaban amamantar a sus bebés y los niños habían abandonado la aldea la tarde anterior. El resto permaneció allí, dispuestos a enfrentar a la misma muerte.
            La batalla fue rápida, ruidosa y sucia. En nada se parecía a las luchas heroicas que cantaban los juglares. No había dignidad en las peleas. No se esforzaban por lucir sus mejores envites. Sólo atacaban con todas las fuerzas que sus cuerpos acumulaban con el objetivo de ensartar a sus enemigos y enviarlos de nuevo a su tierra,  a ser posible, calcinados en el fuego de la muerte.
            Los utsurianos tampoco impregnaban de honor sus ataques. Sólo querían destruirlos porque eran un estorbo en su camino, al igual que se aparta una mosca que trata de acercarse al pan untado con miel.
            El peso cada vez era mayor, al igual que la oscuridad. Ni siquiera podía permanecer sentado porque habían echado algo sobre su pecho, al parecer, otro cadáver, y otro… Hasta que respirar fue una misión imposible.
            Antes de que perdiera el conocimiento sintió un calor extremo y la certeza de que lo estaban quemando junto al resto de aldeanos muertos. El final había llegado y nada tenía de heroico ni de caballeroso.
            Los utsurianos los habían eliminado, abriéndose paso hacia el Bosque de Tanalkar. Quizás los ulldos puedan resistirlos más tiempo.
            El fuego los consumió elevando una columna de humo que sirvió de advertencia al resto del reino.



lunes, 18 de agosto de 2014

Relato nº 74 Buscándote



Te busqué entre las rocas que caían a espacio abierto.
Navegué sobre el azul del mar tras tus huellas.
Grité tu nombre al murmullo de las olas para que volvieras a mi lado…
… Y no lo hiciste.

Recorrí Mundo Conocido buscando el sendero que me llevara a ti.
Abrí nuevos caminos clamando tu presencia.
Atravesé desiertos y escalé las más altas cimas para suplicar que regresaras…
…Y no lo hiciste.                            

Eras tú el que se escondía en las caricias suaves del viento.
Eras tú el remolino de brisa jugando en mi pelo.
Eras tú entre las olas bañando nuestro recuerdo.
Eras tú, siempre tú.

Me fui hasta Dalurne indagando tu presencia.
Me aventuré una vez más por océanos sin retorno.
Quería construir nuevos linderos que te hicieran volver…
…Y no lo hiciste.

Eras tú el que se escondía en las caricias suaves del viento.
Eras tú el remolino de brisa jugando en mi pelo.
Eras tú entre las olas bañando nuestro recuerdo.
Eras tú, siempre tú.

Y al final, desalentada, miré a mi lado y te vi.
Estabas, como siempre, junto a mí.
Posaste tus ojos en los míos, sin hablar, sólo dos miradas que se cruzaron.

... Y dejé de buscar entre las rocas a ras del mar.
Dejé de otear el infinito buscando mi lugar.
Porque mi presente eres tú.
Mi futuro eres tú.
Y sólo cuando dejé de buscar, te encontré a mi lado.


Balada popular perteneciente al cancionero de bardos y juglares de los seis reinos



domingo, 10 de agosto de 2014

Relato nº 73 El regreso



Relato realizado por Laura Gaspar Rodríguez, escritora y seguidora de la saga El heredero de los Seis Reinos.




Mi vista atisbó tierra por fin. La alegría y la esperanza, desterradas cuando me aventuré a ir más allá de nuestro mundo en busca de otros territorios, volvió sacudiéndome como el terremoto que agita las más altas montañas.
    Alcé a mi hijo hacia el cielo para que viera a lo lejos el reino que me vio crecer.
    — Mira, Nataȵæl —le dije mientras atravesábamos las islas de Zirwania, — aquellos acantilados que sobresalen por encima de la niebla pertenecen a Myrthya, nuestro hogar.
    Me aseguré de no adentrarnos demasiado en las islas zirwanesas para no toparme con sirenas. La madre de mi hijo fue una de ellas. Me conquistó con sus cánticos durante mi estancia en el reino de las mil islas. Nunca supe su verdadero nombre, pues resultaba imposible pronunciarlo para un humano.
    Dejamos atrás Zirwania hasta llegar a la desembocadura del río Darbinela, donde atracamos la maltrecha embarcación. Al tocar tierra y sentir la calidez de Myrthya, mi pequeño Nataȵæl cambio su preciada cola por unas pequeñas y rechonchas piernas humanas. Anduvimos de un lado a otro de la ribera hasta que consiguió dar sus primeros pasos, luego caminamos sin prisa hacia adentrarnos en las fértiles tierras del reino del arco iris.
    A pesar de que habían transcurrido unos cuarenta años desde mi marcha, recordaba perfectamente el sendero que me llevaría a casa. Al llegar, y antes de llamar y presentarme como el aventurero que vuelve con un hijo fruto de una relación con una sirena, me hice a la idea de que había pasado mucho tiempo. Mis padres ya habrían muerto y mis hermanos y hermanas estarían adornados por el paso del tiempo.
    Cogí a mi pequeño en brazos protegiéndolo de las miradas de los demás. Sus ojos violetas delataban su origen, además de unas pequeñas y finas branquias a ambos lados de su diminuto cuello. Tímidamente llamé a la ajada puerta. Escuché unos pausados pasos al otro lado que se acercaban y lentamente se abrió.
    — ¿Quién eres? —dijo el más pequeño de mis hermanos con una cansada voz y achinando los ojos. Su rostro apenas podía contener las cientos de arrugas que lo ornaban.
     — Soy yo, Ferlanday —respondí con una gran sonrisa.
            Me miró como quien mira a un extraño.
   — Mi hermano está muerto. ¡Largo de aquí, chalado! —me dijo empujándome hacia fuera enérgicamente.
    Nataȵæl comenzó a llorar fuertemente cuando escuchó el portazo.
     — ¡Nariz de druzgo! —grité frente a la puerta cerrada.
    Quizás así me recordara. De pequeño lo llamaba así cuando discutíamos. 
    Un ruido como el que hace una vieja puerta cuando se atasca y la fuerzaspara abrirse resonó al otro lado del dintel. Al abrirse, vi aparecer aquella nariz de druzgo por el resquicio.
     — ¿Ferlanday? ¿Eres tú? —preguntó mientras tocaba mi cara. — Pero, ¿cómo es posible? ¡No has envejecido!
     — Es una larga historia, hermano mío —respondí mientras le mostraba a mi hijo. — Se llama Nataȵæl y es tu sobrino.
       — ¿Y su madre? —inquirió.
       — La madre era una bella sirena de Zirwania.
    — Todas las sirenas son hermosas —me contestó sonriendo mientras me llenaba un vaso con vino. — ¿Qué le pasó? —preguntó curioso.
        — Murió.
        — Lamento oírlo.
    Estuvimos hablando hasta bien entrada la noche. Le conté a grandes rasgos los principales acontecimientos que viví durante mis años de ausencia. Mi mente estalló en multitud de recuerdos. Mi hermano escuchaba absorto las historias que le contaba, como cuando llegué después de jornadas de navegación a una isla vacía de tierra negra. No había más vegetación que la de un bosquecillo muerto cubierto de ceniza que servía más de muralla que de hábitat. Olía excesivamente a azufre y a podredumbre. Rodeé la orilla aguantando la respiración y me fui adentrando en el islote buscando alguna forma de vida. Pronto aparecieron los primeros cadáveres, algunos amontonados, sin duda de las tripulaciones que habían salido de sus cómodas ciudades a descubrir que había más allá de Mundo Conocido. Distinguí en los escudos de sus vestimentas los emblemas de los distintos reinos, todos ambicionamos más de lo que tenemos…
    Me acerqué al corazón de la isla donde crecía un gran volcán, su lava ahora petrificada, adornaba las montañas colindantes. Sentí escalofríos al ver intacta una cabaña en medio de tanta desolación. Pensé en huir de allí, pero, como salido de la nada, un anciano de larga barba gris apareció a mi lado. Su piel era casi tan blanca como la leche, estaba esquelético.



    Amigablemente me invitó a entrar en su morada. Tras su apariencia senil parecía esconderse un espíritu fuerte. Puso en mi mano un vaso con una extraña bebida de color marrón y sin olor. Una voz en mi interior me decía que no bebiera aquella pócima, así que, simulando torpeza, derrame la bebida en sus ropas, que comenzaron a arder al contacto con el líquido. Justo al mismo tiempo, el volcán se estremeció por dentro.
    El anciano me miró fijamente, nublando sus ojos cenizas hasta ennegrecerse.
       — ¿Quieres vivir? —me dijo. — Pues corre todo lo rápido que tus piernas te lleven y abandona la isla. No sé durante cuánto tiempo podré controlar al volcán.
    La cara amable del mago desapareció dejándome ver su faz más cruda y horrenda. Salí de la casa con la rapidez con la que los halcones caen sobre sus presas y me dirigí hacia la playa. No deseaba permanecer ni un instante más en aquella isla.
    Una vez de nuevo en el mar, dudé si volver a Myrthya, pero quería más, quería nuevos desafíos, nuevas aventuras, así que continué viaje fijando la vista en el sendero que trazaba mi destino.
    Mi hermano seguía embelesado. Sostenía su arrugado rostro entre sus manos y en sus ojos se adivinaba la envidia de quien no ha vivido ninguna aventura en su existencia.
    Aquella historia de la isla era sólo la primera de las muchas que quedaban por contar.


Laura Gaspar Rodríguez

lunes, 4 de agosto de 2014

Relato nº 72 Un remojón nocturno



La noche las cubría de magia con su oscuridad, sólo rota por el brillo de Dalurne. Ni siquiera las estrellas quisieron acompañarlas en esta lúgubre ocasión. Optaron por ocultarse del resplandor del sol para evitar los comentarios malintencionados de sus vecinos, que las acusaban de adúlteras, cuando la realidad era mucho más sencilla.

                Todo comenzó por casualidad, como las grandes historias. Aridia y Beridia salieron una noche en la que el calor no las permitía dormir. El ciclo solar inferior llegó a Myrthya sin avisar, dejándolas sin respiración. Bueno, de acuerdo, aquello no era más que una excusa para huir de los ronquidos de sus idolatrados esposos. Sí, esos que se expandían en la cama, como la masa del pan cuando la dejas un tiempo. Era como si brujos y hechiceras unieran sus fuerzas para conseguir que sus cuerpos crecieran en el lecho, obligándolas a desterrarse hasta un lateral donde, de manera inexorable, llegaban los brazos del susodicho con la sana y amada intención de empujarlas, haciéndolas caer sobre el cálido suelo.

                Bueno, el caso es que el calor fue el motivo por el que marcharon. En su deambular, llegaron hasta el estanque en el que solían bañarse las niñas y, llevadas por los instintos más juguetones, se despojaron de sus trajes y decidieron mojar sus penas para ver si encogían y regresaban a casa algo más ligeras.

                Y así fue, no porque el agua fuera mágica, sino porque tuvieron una inesperada visita. Un joven atlético, de fuertes brazos y bello semblante las saludó desde la orilla y, sin mediar palabra, se desnudó y se zambulló en el agua. Las dos quedaron petrificadas. Sin mover ni uno solo de los músculos de sus cuerpos, contemplaron como aquella maravilla de la naturaleza recorría el estanque de un lado a otro. Tras una buena tanda de ejercicios, el hombre regresó a la orilla y, sin el más mínimo pudor, mostró de nuevo su más absoluta desnudez.

                Aridia y Beridia contemplaban hechizadas aquel cuerpo hasta que el joven se despidió amablemente y se marchó. Las dos mujeres se prometieron no contar nada a nadie y repetir su aventura al día siguiente… Para refrescarse.



                La mañana arribó y con ella la monotonía. Parecía que el sol no quería recorrer su trayecto hasta el ocaso y viajaba más lento que de costumbre. Aridia miraba a Beridia y Beridia miraba a Aridia; el tiempo no transcurría.

            Al fin llegó la noche. En cuanto sus amados maridos comenzaron a roncar y a expandirse como el queso cuando se derrite, se echaron a la calle. Por supuesto que no habían dicho nada, pero a Aridia y Beridia, se les unieron, casualmente, dos de sus amigas, Cliridia y Daridia. La experiencia resultó igual de gratificante. De nuevo disfrutaron de la compañía de aquel joven, que nadaba mientras ellas, divertidas, lo observaban sin perder detalle.

                De nuevo prometieron no contar nada, pero al regresar a la noche siguiente, a Aridia, Beridia, Cliridia y Daridia se les unieron seis chicas más que, misteriosamente, nadie sabía cómo se habían enterado. Las diez se dirigieron al estanque, se quitaron la ropa y se zambulleron en espera de aquel abigarrado nadador, que no las hizo aguardar demasiado.

                Al quinto día, sin que nadie supiera como, la voz se había corrido por toda la comarca y, cuando el chico llegó al estanque, había tantas mujeres en él que no le quedaba espacio para nadar. El joven permaneció unos instantes en la orilla observando el concurrido lago, después, de manera muy cortés, dijo:

            — Queridas damas, dado que no podré nadar esta noche, regreso a mi casa a meterme en la cama y abrazar a mi mujer hasta que el alba nos arrebate el sueño…