Viajeros de Mundo Conocido


Este blog pretende poner al seguidor de El Heredero de los Seis Reinos en contacto con los personajes, territorios, historias y tramas que envuelven esta saga de fantasía. Con una periodicidad semanal se subirán relatos y leyendas que tendrán como protagonistas a personajes y hechos que irán apareciendo en las novelas de forma secundaria. Sin duda, el blog Historias de los Seis Reinos será siempre un punto de referencia al que acudir.

lunes, 28 de abril de 2014

Relato nº 60 Buscando respuestas



En ocasiones, soñar es lo más complicado. Cuando la vida te ha golpeado con saña una y otra vez, cerrar los ojos y pensar en alcanzar aquello que tanto anhelamos es una tortura a evitar.
             Nací sin padres. Bueno, una mujer debió traerme al mundo, pero se arrepintió enseguida porque me abandonó en la puerta de una taberna. Sólo la buena voluntad de la mesonera me salvó de una muerte cierta en mi helada Kalandrya. No me quería para que ocupara el espacio propio de un amado hijo, ya tenía siete que le robaban su vitalidad, sino para que creciera fuerte y sano y me convirtiera en sus brazos y sus piernas.
            Desde que tengo uso de razón he limpiado, servido, cocinado y cuantas actividades eran necesarias en la taberna. De lo único que nunca me ocupé fue de las ganancias que regentarla propiciaba, algo que quedaba reservado para los legítimos herederos, que nunca supieron lo que era mover una escoba ni pelar unas patatas. Ellos vivían en la casa aledaña a la posada, con chimeneas que calentaban su hogar, comida en abundancia y finas pieles para vestirse. No los envidiaba. Yo tenía el calor de sus padres que, a pesar de lo mucho que me hacían trabajar, me respetaban y querían a su manera.
             Entre fogones y viajeros crecí, aprendiendo diversas lenguas, con todo tipo de exabruptos e insultos, por supuesto. Me hice un experto en guisos y en la eliminación de todo tipo de manchas y suciedad en suelos y paredes. Todos alababan mi guiso de carne de oso, hasta el punto de que un día el mismísimo Bagrok, caudillo de los Nuntárak, se acercó hasta nuestro hogar a probarla.
            Lo tenía todo para ser feliz; una casa, comida caliente y una cama donde dormir… Pero no lo era. No me estaba permitido abandonar aquella taberna. La amenaza siempre era la misma.
            — Si sales por esa puerta, no vuelvas nunca.
            El temor a la soledad me tenía atado entre aquellas cuatro paredes. No conocía apenas la luz del sol, salvo la que se colaba por las ventanas, y nunca había corrido por los campos nevados. A pesar del encierro, mi cuerpo se había fortalecido a base de duro trabajo, aunque mi piel rivalizaba con la de las blancas velas. En mil y una ocasiones había tratado de convencer al mesonero para que me permitiera ir al mercado a buscar los alimentos que faltaban, siempre sin éxito. Su respuesta se repetía.
            — Mira, nohijo. Ahí fuera no hay nada para ti. Debes permanecer bajo nuestro techo para que te cuidemos y protejamos.
            Sí, siempre me llamaba nohijo. De hecho, con el paso del tiempo, ese se convirtió en mi nombre.
            No me acostumbraba a aquel encierro, así que un día me armé de valor y me despedí de ellos. Abandoné su hogar entre lágrimas y reproches, ni una palabra de ánimo o cariño me acompañó ese día. Cuando crucé el umbral, no supe hacia dónde dirigirme. Pasé un tiempo incalculable bajo el dintel esperando a que el destino me enviara una señal. Y al final lo hizo en forma de lluvia insistente y torrencial. No podía quedarme allí y corrí hacia las montañas.
            Nadie me había hablado jamás de las distancias y aquellos montes parecían alejarse con cada paso que daba. No podía alcanzarlos y el agua ya me había empapado cuando una campesina se apiadó de mí abriéndome las puertas de su granero. Allí permanecí hasta que los nubarrones cesaron de escupir gotas de agua. En ese tiempo le arreglé unas cuantas vigas para agradecerle su hospitalidad y después marché con el zurrón lleno de buenos manjares y una hospitalaria oferta para que volviera cuando quisiera.



            Me dirigí al sur, en busca del sol, aquel astro al que nunca conocí pues las nubes se empeñaban en alejarlo de mí. Por el camino conocí a gente de lo más diversa. A cambio de trabajo, siempre había alguien dispuesto a ofrecerme alimento y cobijo. Aprendí toda suerte de oficios; herré caballos, bruñí escudos, forjé espadas, sembré campos e incluso corte el pelo a algún que otro atrevido. Jamás dije que no a nada. Esa era la forma de alcanzar mi objetivo.
            El único problema era que no tenía muy claro qué deseaba alcanzar exactamente. Durante muchas estaciones recorrí los senderos de Mundo Conocido. Viajé por los seis reinos, hice buenos amigos y algún que otro enemigo, vi como mi patrimonio aumentaba gracias a mi trabajo, conseguí una buena montura y numerosas casas en las que siempre era bienvenido. Jamás me até a mujer alguna ni engendré vástagos para no tener que abandonarlos después.
            Me maravillé con los desiertos de Vharane, me dejé llevar por el viento sylviliano, soñé gracias a los colores de Myrthya y navegué por las cientos de islas de Zirwania. El único lugar en el que nunca alcancé la calma ni mis labios sonrieron fue en la inhóspita Utsuria, con el tiempo aprendí a evitarla.
            Y así pasó mi inesperada vida. Entre viajes, desconocidos y paisajes increíbles, siempre añorando algo que desconocía. Hasta que un buen día, tras muchos ciclos solares, regresé al punto de partida, a la puerta de aquella taberna a la que no tendría por qué haber vuelto, e hice lo que prometí que nunca haría, crucé su umbral. Frente a mí se encontraba el mesonero, antes fuerte y decidido y ahora anciano y cansado. Le bastó una mirada para reconocerme. Dejó las jarras que llevaba y se lanzó a mis brazos.
            — Te he añorado, nohijo.
            Y en aquellas cuatro palabras hallé lo que siempre había estado buscando.


lunes, 21 de abril de 2014

Relato nº 59 Diferente



Partió a media mañana, cuando el mercado estaba repleto de campesinos que intercambiaban sus cosechas con los comerciantes. Pasó entre sus vecinos con la cabeza gacha y el jubón al hombro, pero nadie parecía verlo. Incluso tropezó con una mujer que ofrecía pan a cambio de pieles de oso, sin que ella se inmutara.
            Era la historia de su vida. Su padre siempre le contaba que no nació, se cayó del cuerpo de su madre. De hecho, ella no se percató de que había dado a luz hasta que, al caminar, notó que algo tiraba de su interior y miró atrás. A escasos pasos, un bebé regordete y cubierto de sangre la miraba con los ojos muy abiertos, unido todavía a su cuerpo por el cordón umbilical.  
            Nunca tuvo amigos. Los demás niños lo ignoraban. Jamás supo el motivo ni sus padres le ofrecieron explicación coherente. Tampoco conoció a doncella alguna que fijara sus ojos en él y, mucho menos, que le dirigiera la palabra.
            Muchas veces pensó que no existía, que sólo era una ensoñación o un fantasma. Pero los pellizcos de su madre cuando no alimentaba a los animales y los abrazos cariñosos de su padre le devolvían a la realidad. Era un ser humano, tenía brazos y piernas, rostro y cabello y, por supuesto, un corazón.
            El tiempo pasaba y nada mejoraba. Continuaba siendo el hombre invisible para todos. Por eso un día decidió abandonar aquel pueblo kalandryano y dirigir sus pasos hacia una aldea más amable y cálida, quizás alguna myrthyana.
            Sabía que establecerse en cualquier otra población no sería sencillo, ya que en su nuca lucía el tatuaje del reino de las nieves, pero le daba igual. Nada sería más duro que la indiferencia a la que lo sometían sus conciudadanos desde que nació.
            Eran frecuentes las ocasiones en las que se miraba en los espejos buscando qué tenía diferente para que todos lo ignoraran, pero nunca halló respuesta.
            Ahora estaba decidido a cambiar su vida, a adueñarse de su destino, a hacerse ver. Sus padres escucharon sus argumentos y no se opusieron. Su madre parecía aliviada de que los abandonara, pero su progenitor no pudo evitar el llanto cuando lo vio partir.
            Conforme se alejaba de aquella aldea en la que sólo había vivido sinsabores, su espíritu parecía aliviarse, como si cada paso le diera la confianza que nunca había tenido. Se sentía ligero, ufano, feliz, deseoso de cruzarse con algún viajero para comprobar si la distancia le daba una cierta visibilidad.



            Apenas llevaba media jornada caminando cuando se encontró con unos campesinos. Su corazón comenzó a latir acelerado y cuando se disponía a alzar la mano en señal de saludo algo lo frenó. Aquellos hombres no lo ignoraron, al contrario, lo miraron horrorizados y corrieron en dirección contraria a él.
            Ahora sí que no entendía qué estaba ocurriendo. Se giró buscando a su espalda lo que podía haber asustado a esos aldeanos, sin hallar ni siquiera una huella que justificara su acción.
            Bueno, pensó, seguro que algo han visto que yo no he descubierto a tiempo. Y siguió caminando con el alma libre por primera vez desde que cayó del cuerpo de su madre.
            Esa noche durmió a la intemperie, cubierto por las pieles de oso que su padre le regaló en el momento de su partida y alimentándose de las escasas raíces que halló en el camino. Prefería aquella soledad justificada a la que vivía cada día en su hogar.
            El canto de los pájaros lo despertó de su profundo sueño. Era hora de emprender su camino. Siguió avanzando y en apenas media jornada alcanzó una nueva aldea. Pensó en evitarla, pero si quería que la gente lo viera, debía enfrentarla y así lo hizo.
            La reacción de los viajeros del día anterior se repitió. Los aldeanos con los que se cruzaba huían despavoridos y gritaban advirtiendo a sus vecinos. A su paso, las ventanas se cerraban y los comerciantes se ocultaban bajo sus puestos. Los animales también se escondían, tratando de pasar inadvertidos. Intentó acercarse a unos hombres que salían de la taberna para que le explicaran de qué huían, sin suerte, ya que en cuanto lo vieron echaron a correr en dirección contraria.
            Pensó que quizás fuera el ambiente de las aldeas kalandryanas y decidió continuar su camino hacia Myrthya. Atravesó montañas y senderos poco transitados para no cruzarse con nadie. Su paso por Sylvilia fue rápido como el viento que reina en aquel territorio y también transcurrió por zonas despobladas.
            El miedo había ocupado en su corazón el espacio que hasta entonces tenía el dolor provocado por la indiferencia de sus paisanos. Quizás hubiera sido mejor quedarse en casa con los dos únicos seres que lo escuchaban y hablaban. Quizás era preferible la indiferencia de sus vecinos al temor que mostraban los aldeanos de otras zonas. Quizás había algo en su alma que los demás percibían y él no.
            Sumergido en estas cavilaciones se hallaba cuando se topó con un mago. Lo reconoció por el color de su túnica y por su porte majestuoso. El hechicero no se asustó, sino más bien todo lo contrario.
            — Por fin te he encontrado —le dijo con una sonrisa en el rostro.
            — ¿A mí? —le inquirió incrédulo.
            — Sí. Llevamos años buscándote por todo Mundo Conocido. Tu momento ha llegado y debes unirte a nosotros—, explicó el mago.
            Por primera vez supo que había encontrado su destino. Aquel hombre ni lo ignoraba ni lo temía. Le ofreció un espejo donde podía verse a través de los ojos de la gente. La imagen que le devolvió el cristal lo hizo estremecerse.
            — Hechizamos a tu madre cuando se quedó embarazada para evitar que nadie de su alrededor, incluido tú mismo, pudiera contemplar tu verdadero rostro hasta que te encontráramos. Entonces ella huyó y no hemos dejado de buscarte.
            Él apenas lo escuchaba. La imagen que le mostraba el espejo lo tenía absolutamente hipnotizado. Un rostro transparente y afilado le devolvía altivo la mirada. Aquella faz no era humana. Se acercó una mano a la cara para comprobar si el reflejo era realmente suyo y vio como una garra de afiladas uñas se mostraba en aquel diabólico cristal. Sin pensarlo dos veces, intentó clavársela en la garganta para acabar con aquel horrendo ser, pero el mago se lo impidió.
            — Yo te enseñaré a vivir con tu apariencia. Pronto comprenderás que la humanidad de los hombres no se puede mostrar físicamente, sino que se mantiene oculta en el corazón de cada persona. Cuando logres aceptarte tal y como eres, estarás preparado para que los demás te respeten como su igual.
            Cabizbajo, tembloroso y con las lágrimas resbalando sin control por su rugosa mejilla, cogió la mano del mago y, como si de un muchacho de corta edad se tratara, se pegó a su túnica y se perdió entre la bruma siguiendo el camino que le había marcado su destino.


               

lunes, 14 de abril de 2014

Relato nº 58 El viaje de la muñeca



Es sabido que los habitantes  del reino de Sylvilia veneran a cinco deidades, los Señores del Viento, y que piensan que todo cuanto sucede en Mundo Conocido es obra de ellos.
     Cuenta la leyenda que una de estas divinidades acostumbraba a tomar la forma de los hombres y a entremezclarse con ellos para conocer más de los mortales pobladores del reino de Sylvilia. Así fue como Duradis, señora del viento del sur, conoció un día a la pequeña Hilerne en una aldea situada bajo las Montañas Sonoras. La niña se encontraba sentada junto a un riachuelo y lloraba de forma desconsolada porque había perdido su muñeca de trapo. Conmovida por el llanto de la pequeña, Duradis se presentó ante ella como una gran hechicera capaz de entender el lenguaje de las muñecas.


    Para consolarla, le dijo que su muñeca se había ido de viaje y que antes de partir le había pedido que le diera un mensaje a Hilerne: que siempre la llevaría en su corazón y que para que su tristeza se calmara le enviaba a su hermana, también hecha de trapo, que le haría compañía. Diciendo ésto, Duradis sacó de la nada una nueva muñeca y se la entregó. La niña quedó fascinada con la historia y, de las lágrimas, pasó a un gran contento.
    La señora del viento, emocionada ante la alegría de la pequeña, se prometió a sí misma que a Hilerne jamás le faltaría una muñeca con la que jugar mientras disfrutara de su infancia. Y así, durante los siguientes cinco años, cada vez que la muñeca de Hilerne se marchaba de viaje, otra nueva aparecía bajo su almohada…
  

Fábula de Duradis e Hilerne, contada por bardos y aedos por todos los rincones de los seis reinos.

lunes, 7 de abril de 2014

Relato nº 57 Los moradores de los bosques


No estábamos seguros de si vendrían, pero aquí están. Han aparecido entre la espesura del bosque y han rodeado el cuerpo inerte de su compañero, de su amigo, de su hermano.
    Todo es silencio. El murmullo de las hojas de los árboles moviéndose con la suave brisa es lo único que mis oídos pueden percibir. Nunca se los ha visto en grupo fuera de la protección del bosque… Su bosque.
    Ninguno de los presentes decimos nada, tampoco creo que sea una buena idea. Las leyendas sobre estos seres se contaban por miles y algunas de ellas no eran muy agradables.
    No dejaban de ser leyendas.
    Solo me había cruzado en mi vida con uno de ellos. Había preferido siempre mantener la distancia. Cualquiera que haya vivido en nuestra aldea los había visto y podía contar alguna historia en la que se han visto implicados.
    La mía ocurrió hacía veinte años.
                                                     

    Corríamos jugando a caballeros y princesas junto al linde del bosque. Julsgar chocaba su espada de madera contra la mía mientras Dhilene nos preguntaba a gritos quién sería el apuesto príncipe que la rescataría de los malvados ulldos. Sin tiempo a darnos cuenta, habíamos cruzado la frontera que nunca se debe atravesar y nos adentramos en uno de sus bosque.
    — No deberíamos estar aquí —dijo Dhilene con voz temblorosa cuando se dio cuenta de que la luz del sol apenas podía abrirse camino entre la frondosa arboleda.
    Pero era demasiado tarde. Me aleje de mis amigos imaginando que montaba un fantástico corcel y no me paré a pensar que había penetrado en el lugar prohibido donde tantas veces me habían repetido mis padres que no debía acercarme.
    — Escúchame, hijo mío —me decía mi madre. —Tu padre y yo te hemos prevenido en varias ocasiones sobre el cuidado que debemos tener los habitantes de nuestro pueblo con los moradores de los bosques.
    — Claro, madre, lo sé.
    — Y por eso no quiero que entres nunca en el bosque para molestarlos, al igual que ellos no se acercan a nuestra aldea.
    — Sí madre, no te preocupes.


    Esta conversación la teníamos al menos una vez por semana, pero supongo que a un muchacho de diez años era mucho pedirle que tuviera en cuenta esta advertencia. Por ese motivo siempre jugábamos en el límite del bosque, eso no estaba prohibido y resultaba emocionante…                                                
    El suelo del bosque estaba cubierto de hojas de colores ocres empapadas por la lluvia caída la noche anterior. Los árboles eran altos y de troncos muy anchos. Había cientos y estaban pegados unos a otros, lo que hacía que sus grandes raíces se entrecruzaran como si de poderosos brazos se tratara.
    En el bosque el cielo era de hojas. Apenas un tenue rayo de luz solar era capaz de atravesar el mar de ramas que cubría las copas de los árboles. Recuerdo que mi abuelo me decía que en el pueblo había día y noche pero que allí enfrente, en la gran arboleda, siempre reinaba la oscuridad. ¡Qué razón tenía!
    Me detuve al observar en el suelo una piedra que brillaba. Al agacharme a cogerla, pude ver por el rabillo del ojo una sombra que se movía. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y recuerdo que mis manos comenzaron a sudar. Cogí la piedra mientras me incorporaba lentamente, al tiempo que giraba la cabeza hacia mi derecha. Entonces lo ví. Se me hizo un nudo en la garganta que me impedía tragar saliva. Había oído a vecinos del pueblo narrar sus respectivos encuentros con los ulldos y recuerdo que nunca tuve miedo al escuchar los relatos, pero ahora era diferente. Aquello no era una historia, lo estaba viviendo.
    Me puse de pie y miré la figura que permanecía inmóvil frente a mí. Era muy alto, al menos para un niño de mi edad. Sus piernas y brazos estaban cubiertos de pequeñas ramas que se movían continuamente entrelazándose unas con otras. Parecían como raíces circulando sin parar en todos los sentidos. El torso era una especie de red de hojas secas de diferentes colores, inertes, como petrificadas. No sabría decir la forma exacta de la cabeza ya que el musgo y el liquen la cubrían completamente dejando unas pequeñas aberturas en los lugares donde se le presuponían los ojos y la boca.
    — P...Perdone, no era mi intención entrar —dije tartamudeando. —Sé que no tenemos que venir al bosque y también que a ustedes no les gusta que les molesten.
    La figura, que hasta ese momento había permanecido estática, giró su cabeza hacia la espada de madera que se me había caido al suelo. Me miró de nuevo y después se agachó recogiéndola. Luego se volvió hacia mí, extendió uno de sus brazos y me la ofreció. Yo elevé mis dos manos temblorosas mientas acerté a balbucear:
    — Gra…gracias.
    Me alejé caminando de espaldas sin perder de vista a ese ser que volvía a permanecer inmóvil.
    Cuando llegué al límite del bosque escuché a Dhilene cómo me llamaba a gritos.  
    — ¡Aquí, aquí estoy! —respondí.
    — ¿Estás bien? ¡Qué susto nos has dado!
    — Tranquila. No creerás lo que me ha ocurrido. ¿Y Julsgar? —pregunté.
    — Ha ido a avisar a tus padres.
    — ¡Vaya, esta vez no me libro del castigo!

                                                                      

    Nadie sabe con certeza qué ha ocurrido. Al parecer, un emisario que galopaba en los límites del bosque perdió el control de su caballo y el animal se abalanzó sobre la pequeña Iratsu, la hija del herrero, que paseaba con su madre recogiendo ramas secas para encender la chimenea. Un instante antes de que el corcel arrollara a la niña, un ulldo salió de entre los árboles y con una velocidad sorprendente se interpuso entre el caballo y la muchacha, siendo golpeado y arrastrado por el jamelgo.
    De inmediato, varios aldeanos acudieron a socorrerlo y lo llevaron a casa del curandero, que nada pudo hacer por salvar aquel cuerpo que no conocía. Lo envolvió en una tela blanca transparente y entre varios hombres lo llevaron al prado donde yo jugaba cuando era pequeño.
    La noticia ha corrido como la espuma y, poco a poco, todos los habitantes del pueblo nos hemos acercado junto al linde del bosque, donde se encuentra el cuerpo, para presentar nuestros respetos por este enigmático ser.
    Nunca los había oído hablar ni emitir sonido alguno, pero cuando han recogido el cadáver de su compañero, han comenzado a emitir una especie de silbido melódico que sonaba como la más dulce de las melodías. Dentro de la tristeza que lo envuelve todo, es hermoso verlos alejarse portando a su hermano fallecido.
    Un muchacho corre tras ellos gritando y haciendo que el cortejo se detenga antes de penetrar en la arboleda. Se acerca al cuerpo inerte con lágrimas en los ojos y deposita sobre él una espada de madera. Uno de los ulldos acaricia la cabeza del niño antes de continuar su camino hasta adentrarse en el bosque.
    La muerte termina siendo para todos el final de un largo recorrido con independencia de cual sea su origen o raíz.
    Presiento que desde hoy algo va a cambiar en la convivencia entre los habitantes de este pueblo y los ulldos.
    La suave brisa ha cesado y el silencio reina en el ambiente. Todos miramos con tristeza hacia los árboles del bosque, de donde nos llega una melodía triste y cautivadora.