Viajeros de Mundo Conocido


Este blog pretende poner al seguidor de El Heredero de los Seis Reinos en contacto con los personajes, territorios, historias y tramas que envuelven esta saga de fantasía. Con una periodicidad semanal se subirán relatos y leyendas que tendrán como protagonistas a personajes y hechos que irán apareciendo en las novelas de forma secundaria. Sin duda, el blog Historias de los Seis Reinos será siempre un punto de referencia al que acudir.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Relato nº 88 Un incómodo visitante



Recuerdo que hacía frío, mucho frío. No era algo inusual en esta época del ciclo solar inferior, sobre todo cuando el viento soplaba desde las cumbres más altas de las Montañas de las Corrientes Eternas, pero aún así, las temperaturas habían descendido con brusquedad en los últimos días.
            Leintjar sujetó con fuerza su bastón mientras se colocaba en una posición cómoda para tumbarse en el camastro situado en el centro de su dormitorio. Sus desgastados huesos crujían con cada movimiento de un cuerpo consumido por los noventa años que llevaba deambulando por tierras sylvilianas.
            El anciano colocó los pies sobre una manta situada en el extremo del jergón y se tumbó suspirando. Con suma lentitud, desplazó los dedos hacia unos ojos pequeños y escondidos cual topos en los párpados, y los frotó.
            Instantes después, la puerta se abrió para dar paso a una visita que lo saludó con emotiva confianza cuando se situó frente a él.



            — ¿Cómo estás Leintjar? ¿Me esperabas?
            El viejo se estremeció en la cama al tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Los goznes de la mandíbula se le relajaron, haciendo que su boca se entreabriera dejando que un hilo de saliva cayera por sus labios resecos.
            — Sí, así es —balbuceó melancólico.
            — La última vez que nos vimos me pediste que no volviera, que me alejara de tu vida, y así lo hice hasta hoy. Te lo debía. Pero ahora…
            — No seas condescendiente conmigo —replicó interrumpiendo a su visitante.
            Dos lágrimas se diluyeron en una piel convertida en pergamino tras el paso de los ciclos. La intranquilidad que invadió sus emociones se transformó en serenidad. Con una de sus manos se secó los ojos y los abrió invitando a su visita.
            — Perdona mi descortesía. Vamos, ven siéntate. ¿Quieres una jarra de hidromiel? La preparó ayer uno de mis nietos.
            — Te lo agradezco, pero debo rechazar tu ofrecimiento. Hoy tengo una jornada muy apretada y voy con el tiempo justo.
            — Sí ya veo ¿No estás incómodo con estas visitas?
            — Para nada. Llevo una eternidad realizándolas.
            — ¿Cuándo supiste de mi enfermedad?
            — La última vez que nos vimos.
            —¿Y ahora qué? No sé qué decirte. ¿Cómo debo actuar?
            El misterioso visitante se acercó hasta el camastro de Leintjar y se sentó junto a él.
            — Tranquilo. No te preocupes por nada.
            El anciano lo miró, encogió los hombros y agachó la cabeza. Todavía tuvo tiempo de reposar unos segundos la mirada sobre la chimenea donde descansaba una vieja espada; fiel compañera durante sus años de servicio en la Guardia del Témpano.
            Luego, cerró los párpados con suavidad y tomó aliento por última vez.
            — Descansa ahora, gran guerrero —dijo el visitante. — Cierra los ojos y duerme; es hora de partir, la eternidad nos espera…




lunes, 15 de diciembre de 2014

Relato nº 87 La flauta mágica



El silbido del viento era el único capaz de competir con el sonido de su flauta. Día tras día, Fralbert se sentaba en un oscuro rincón de la calle más solitaria de Balyeza. Allí, apoyaba su espalda contra la pared de una casa en ruinas y comenzaba a soplar su inseparable instrumento. Sus notas invadían toda la aldea forzando de alguna manera a sus habitantes a acercarse hasta aquel lóbrego lugar, guiados por una melodía seductora.
         — ¡Deja de soñar y regresa al trabajo! —quiso decirme mi padre, sordo de nacimiento, cuando solté la azada para dirigirme hasta el lugar donde tocaba Fralbert.

              — Ahora mismo vuelvo —mentí.

            Corrí tanto como pude, dejando atrás el campo de labranza y a mi enfurecido y atónito padre gritando y moviendo desafiante los brazos. Las calles eran un hervidero de aldeanos empujándose y apartándose para llegar cuanto antes a aquel oscuro rincón de donde procedía la música. Si nos preguntaran por qué corríamos, ninguno sabríamos explicarlo. Era obvio que el sonido de la flauta nos atrapaba de alguna manera, pero el cómo y el por qué escapan a mi entendimiento.

            Llegué jadeante y sudoroso y pude pelear un sitio en segunda fila. En apenas unos instantes, más de cien personas nos agolpábamos alrededor de aquel extraño que permanecía sentado con su espalda apoyada en la pared, tocando su flauta y con el rostro cubierto por una capucha.

            El silencio se apoderó de Balyeza cuando la melodía cesó. Los pájaros dejaron de cantar y hasta el viento desapareció dejando que la tranquilidad se adueñara del momento. El centenar de aldeanos que allí nos concentrábamos tragamos saliva y dejamos de respirar durante los breves instantes en que aquel desconocido procedía a descubrir su cara.

            Una lágrima comenzó a resbalar por mi mejilla. Tras ésta, muchas más llegaron procedentes de ambos ojos. Apenas podía contener la emoción y el llanto al ver el rostro angelical de mi madre tras la capucha del flautista. Sin duda era ella. Hermosa y perfecta, como en mis recuerdos. Con su mirada dulce y su sonrisa tranquilizadora, la misma que mantuvo dibujada en su cara hasta el día en que murió… A mi lado, la señora Miglateria caía de rodillas llorando desconsolada mientras señalaba con los dos brazos extendidos a mi madre; pero ella lo llamaba Arnnant, como su marido fallecido tres ciclos solares atrás. Un poco más atrás, el grito desconsolado de una joven llamó mi atención. Entre sollozos, mientras miraba la figura de mi madre allí sentada, no dejaba de repetir el nombre de su hija, que había muerto de una grave enfermedad hacía dos semanas, y que parecía estar viendo tras el atuendo de flautista con el que vestía mi madre. No tardé en darme cuenta que todos los que nos encontrábamos allí estábamos llorando emocionados mientras mirábamos el rostro que había aparecido tras la capucha del misterioso flautista… el de mi madre…



            …El cantar del gallo hizo que me levantara de un salto dejando el jergón deshecho tras una noche inquieta. Me aseé con rapidez y cogí una hogaza de pan y una botella de leche que fui bebiendo mientras me dirigía, como cada día, al campo de labranza, donde me esperaba mi padre.

            Jamás entenderé porqué cada mañana, cuando llego a su lado y le doy los buenos días, me brinda una mirada malhumorada y refleja en su rostro una mueca de incomprensión.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Relato nº86 La princesa reptil





Nació el décimo segundo día del ciclo solar superior. No fue algo planificado ni deseado. Llegó a Mundo Conocido diez días antes de lo previsto. Su destino era convertirse en aguadora, como deseaba su madre, pero la mala fortuna le ganó la partida. Ya no había vuelta atrás ni posibilidad de enmendar el error.
            Su infancia estuvo marcada por aquella fatídica broma de la naturaleza. Los niños no querían jugar con ella y los mayores mantenían las distancias. Nadie deseaba tomarle cariño, incluso sus propios padres la trataban con indiferencia para evitar un dolor mayor. Poco a poco se fue acostumbrando a aquella situación y, como contrapartida, cultivó un mundo interior en el que reinaban la felicidad y la generosidad, como señoras absolutas. Inventó poesías y canciones con las que amenizar sus solitarias veladas, construyó paisajes y hogares en los que habitaban amigas que jamás verían la luz del sol, y aprendió desde muy pequeña a no necesitar a nadie más que a sí misma.
            El decimosegundo día del ciclo solar superior en el que cumplía doce años, el destino tocó la puerta de su hogar. La semana había sido tensa. Por primera vez, y sin causa aparente, su madre la besaba y abrazaba. Su padre no permitía que se alejara de casa porque aseguraba que necesitaba tenerla cerca. Los vecinos se despidieron con regalos y alimentos de lo más variados y sus abuelos prepararon ropajes especiales de viaje.
            La fortuna se presentó cuando el sol alcanzaba su cenit y pocos se atrevían a salir. Llegó vestida de harapos y apoyándose sobre un raído bastón. No le sonrió, de hecho, apenas le habló, y tampoco dirigió la palabra a sus padres. Todos la esperaban y sabían que era el momento de la despedida.
            No consintió que ni una lágrima brotara de sus ojos cuando su madre la abrazó con ternura. Debía haberlo hecho mucho antes, ya era demasiado tarde para despertar sentimientos de cariño en ella. El agua tampoco abandonó sus pupilas cuando su padre le ofreció el primer beso de su vida, el que también sería el último. Ni siquiera lo miró, estaba demasiado dolida. Hubiera preferido un adiós frío como su vida anterior. Esto sólo le demostraba lo malvados que habían sido privándola de todo el cariño que ocultaban tras sus gestos adustos y distantes.
            No dijo adiós, no era necesario. Todos sabían que nunca más cruzaría el umbral de aquella puerta. Siguió al destino, con su caminar cansado, como los condenados vagan tras la sombra de sus verdugos.
            Abandonaron la aldea y deambularon por los desiertos de Vharane durante días. Cuando pensaba que moriría entre la arena amarilla, su guía pronunció unas enigmáticas palabras y la tierra se abrió delante de sus pies, mostrando un pasadizo que se hundía hacia los confines de Mundo Conocido.
            La anciana dejó de serlo en cuanto penetró en la entrañas del desierto, convirtiéndose en una joven desagradablemente hermosa. Su belleza hería, como las dagas más afiladas.
            —No temas, te esperan desde hace doce años. Ellas eligieron tu nacimiento y han aguardado con paciencia tu llegada. Está escrito…          
            Y diciendo esto, cerró los ojos y cayó inmóvil al suelo.
            Ella no supo que decir. Siguió caminando, dejando atrás el cuerpo inerte de aquella hermosa joven, que comenzaba a transformarse en arena.
            Atravesó varias estancias vacías hasta llegar a una enorme plaza, presidida por un altar de critasal, inmenso, deslumbrante y demasiado ostentoso para el reino de la arena. No tuvo miedo cuando las vio, tres enormes serpientes dominaban la estancia desde aquel trono.     Cualquiera de ellas la superaba en altura y podía devorarla de un simple bocado debido a la inmensidad de su tamaño.  La esperaban desde hacía doce años…   
            Y por primera vez en su vida, supo que su destino no era tan malo como todos le habían anunciado…



lunes, 17 de noviembre de 2014

Relato nº 85 La isla de A´llyon



El cielo se tiñó de violeta, algo insólito en aquél ciclo solar. Las nubes bailaban una danza macabra envolviendo a los pájaros que osaban retarlas con su vuelo. El viento avanzaba con furia conquistando cada rama y cada tejado, amenazando con arrastrarlos consigo, como fieles amantes en su caminar por los senderos del cielo.


            La tierra quedó desierta; animales y humanos se ocultaron en sus madrigueras porque conocían su furia y no deseaban enfrentarla. El mar ascendía violento. Las primeras aldeas fueron arrasadas en apenas unos instantes.

            La desolación anidó en el alma de A’llyon con la misma potencia con la que el azul marino se apoderaba de las plantaciones de los hombres. Ella lo abandonó con la fría noche y dejó el lecho que compartían caliente por el roce de su piel. Las palabras no lo habrían consolado, pero ella ni siquiera las pronunció. Le escupió sus silencios a la cara, como el más doloroso de los reproches. Su ropa quedó allí, como mudo testigo del dolor que a partir de entonces anidaría en sus sueños e ilusiones de un futuro compartido.

            Ella ansiaba lo desconocido, perseguía quimeras en forma de viajes y territorios inexplorados. Él estaba atado a aquella isla, que respiraba a su compás. Si A’llyon era feliz, las plantaciones crecían con frutos espectaculares. Cuando él estaba cansado, una bruma gris se apoderaba del cielo y los arroyos ralentizaban sus corrientes dejando a los peces sin fuerza para avanzar en su peregrinar hacia el mar. Los días en que A’llyon se enfadaba, la tierra dejaba de producir, los animales se ocultaban en sus cuevas y el sol era sustituido por negras nubes de tormenta.

            Nunca le explicaron los motivos de su especial vínculo con la isla, pero sí le advirtieron que si un día partía, el volcán que dominaba aquel pequeño archipiélago estallaría destruyendo todo lo que encontrara a su paso. La lava lo perseguiría allí donde se ocultara, amenazando la estabilidad de Mundo Conocido.

            Por mucho que A’llyon trató de explicárselo, ella se negó a escucharlo. Quería irse a pesar de que nada le faltaba en aquel maravilloso rincón. Los habitantes de la isla les regalaban lo mejor de sus cosechas y de sus producciones de pan y de ropa, porque sabían que dependían de él.

            A’llyon nada les pedía porque le bastaba su compañía para ser feliz. Sin embargo, hoy nada lo consolaba. Su vida escapaba con cada paso que ella daba hacia lo desconocido. Las lágrimas brotaban de sus ojos lentas y acompasadas, nada que ver con la torrencial lluvia que estalló cuando la primera gota se derramó por su mejilla.

            Muchos llamaron a su puerta para tratar de calmarlo, sin éxito. A nadie quería ver, no deseaba esperanzas infantiles que a nada conducían, sólo ansiaba ahogarse en aquel dolor y que la vida acabara de una vez por todas.

            Y, cuando todo parecía perdido, la puerta de su hogar se abrió. No, no era ella quién cruzó el umbral, sino una anciana de pelo cano y mirada perdida. No parecía desvalida. Sus piernas eran fuertes, aunque su espalda estuviera encorvada, y su caminar era decidido. Se dirigió hacia A’llyon y, con un fuerte golpe de su bastón, lo dejó sin sentido. La tormenta cesó, el viento se calmó y el mar retrocedió dejando tras de sí una estela de destrucción.



            La anciana pronunció un conjuro ancestral en un susurro negro y sucio, dejando a A’llyon atrapado en el mundo de los sueños.

            Ahora, el destino de la isla dependía de ellos. Si las pesadillas eran dominantes, el tiempo se torcía y las cosechas no fructificaban, cuando los sueños eran dulces, la tierra lo agradecía y el sol lucía firme y feliz…