Una espesa niebla salida de las entrañas de la mismísima tierra los envolvió sin que tuvieran apenas tiempo de darse cuenta. Habían perdido por completo el contacto visual con los expedicionarios y por primera vez desde que abandonaron Balyeza repararon en el hecho de que estaban solos. Las últimas luces del atardecer coqueteaban con las primeras sombras de la noche dibujando un paraje de penumbras alrededor de los dos jóvenes. En la cabeza de Dhara resonaban una y otra vez las palabras de su madre advirtiéndoles de que no se alejaran de la aldea. Supongo que la llama que enciende la sed de aventuras cuando se tienen trece años no se apaga con facilidad por muy argumentada que sea una advertencia materna.
— Enekshu, ¿sabes por dónde debemos proseguir? —preguntó la joven.
— ¿Bromeas? —contestó el muchacho. — He recorrido estos caminos cientos de veces. No te preocupes. Ven, es por aquí, entre estos árboles.
La voz dubitativa de Enekshu no tranquilizó demasiado a Dhara, que se limitó a continuar tras los pasos de su hermano sin decir palabra alguna.
Habían salido al amanecer siguiendo las huellas del príncipe Asúrim y de sus dos acompañantes. La noche anterior asistieron ilusionados al recibimiento que la aldea de Balyeza brindó a los héroes de Myrthya y escucharon absortos como relataban su paso por el Bosque de Kryllir y su intención de dirigirse hacia los Montes del Misterio en busca del santuario de los nurkan. Como si el mismo pensamiento hubiera anidado en las mentes de los dos adolescentes, sólo necesitaron de una mirada cómplice para saber que estaban de acuerdo en acompañar, ocultos en la distancia, a los tres aventureros. En su imaginación, se vieron ayudando al príncipe a superar los peligros del camino, fantasearon con la posibilidad de encontrarse ante la figura de un nurkan e incluso, por qué no, recibiendo los honores y el reconocimiento de todo Myrthya por el valor y el arrojo demostrados en la defensa de los intereses de su reino… Entelequia juvenil.
Pero la realidad era bien distinta. Se hallaban perdidos en un mar de niebla, vagando por caminos solitarios y con la oscuridad de la noche cerniéndose sobre ellos. No localizaban el rastro de los viajeros y no disponían de agua ni comida.
— Regresemos —anunció Enekshu girando su cuerpo con brusquedad y haciendo frenar a Dhara.
— Sí, será lo mejor —contestó la muchacha mientras recogía en una cola su largo cabello anaranjado.
No habían recorrido mucha distancia de vuelta a Balyeza cuando el sonido del galopar de unos caballos los hizo detenerse en seco al borde del camino. Entre la espesura de la niebla surgieron cinco jinetes encapuchados espoleando con brío sus monturas. Pasaron junto a los dos jóvenes con la velocidad con la que el rayo atraviesa el árbol para volver a perderse en la neblina en dirección a los Montes del Misterio. Aunque sólo los vio unos instantes, Enekshu advirtió que iban pertrechados con grandes espadas, hachas y arcos. Sin duda se trataba de poderosos guerreros, pero, ¿a dónde irían con tanta prisa, en plena noche y fuertemente armados? Nada más descubrirlos, el muchacho pensó que se trataba de nurkan, ya que el atuendo y las capuchas cubriendo sus rostros los asemejaba a las figuras de los miembros de la enigmática hermandad. Luego, al ver las armas, comprendió que aquellas túnicas ocultaban siluetas de humanos y, por su aspecto, se atrevería a asegurar que no pertenecían al reino de Myrthya.
Llegaron a Balyeza cuando los primeros destellos del amanecer empujaban a la hastiada luna hacia su descanso matinal. Dhara y Enekshu estaban agotados. Sus ropajes húmedos apenas pudieron protegerlos del frío y sus gélidos cuerpos no dejaban de temblar. Al llegar a casa, y tras una fuerte reprimenda, atenuada por el regocijo de quien recupera sano y salvo a un hijo, supieron del incidente que había tenido lugar en la tarde del día anterior, cuando cinco encapuchados llegaron a la taberna del pueblo haciendo preguntas concernientes al príncipe Asúrim y su escolta. Al no obtener respuesta a sus demandas, la emprendieron a golpes con varios aldeanos. La peor parte se la llevó Natareon, el tabernero, a quien después de cortar la lengua con un cuchillo de cocina, obligaron a contemplar malherido como su joven esposa era violada en repetidas ocasiones.
Los dos hermanos contaron también su encuentro con los jinetes y cómo éstos se dirigían al galope tras los pasos del príncipe. Sin duda alguna tuvieron suerte de haber regresado con vida de aquella pueril travesura que pudo acabar en la peor de las fatalidades.
El destino les había otorgado un presente muy especial aquel día; la oportunidad de seguir creciendo.